Cantan las pajaritas al primer vistazo del sol escarlata. Sale el sol, que da color al cielo, pero sin calentarnos. Es un día bastante normal.

Sin embargo, dentro de mí, no lo es.

Aquel día, en un edificio icónico de una universidad más conocida en este país, me siento en la primera fila con otras nueve personas. Es solo un asiento bastante cómodo, no significa nada especial para mí. Solo realmente significa que soy la alumna con calificación más alta en mi facultad. No es algo tan fascinante, porque una calificación es solo una forma de evaluación, no garantiza algo absoluto el futuro. Poco tiempo ya pasa, y me doy cuenta la profundidad de sentarme allí. Luego, me choca otra realidad, que mi Papá también está, y va a ver su hija recibiendo el honor en el escenario. Tal vez para mí, no significa nada, pero no puedo imaginar que feliz es Papá al verme así.

Aquella realización me lleva a cuatro años antes, y también a ocho años antes, unos momentos similares. Mi Papá estaba, y estaba, callado, pero sabía yo que era tan feliz por dentro. Siempre es un hombre de poca palabra. Sabiendo que está orgulloso de mí es todo lo que necesito. Hasta aquel momento, el día de mi graduación universitaria, el único que puedo hacer por Papá es ser la mejor alumna. Es el menos que puedo regalar al héroe de mi vida. Algo parece trivial, pero tras mirar atrás, sé que no es.

Empiezo a llorar, pensando en cómo sentirá mi Papá. Algo dentro de mi pecho pica, no sé por qué duele tanto. Entre mis lágrimas, susurro mis gracias a Dios, y espero por el bienestar de mi Papá. Nunca he pensado que sentarme allí me pondrá tan emocionante.

Mi asiento aquel día es solo un pedacito de una alegría. Mi camino sigue siendo muy largo, y realmente todo justo comenzó.

Por Papá, por Mamá en el cielo, y por Dios.